Un amor llamado eterno
El lugar donde tiene raíces esta historia se vestía de oro cada tarde, cuando el sol se despedía en el horizonte con dirección a tierras lejanas. Desde los intentos de montañas junto al riachuelo Barberito hasta las calles polvorientas, la luz anaranjada se filtraba entre las casas de madera, proyectando sombras alargadas sobre los caminos de tierra. El aire estaba impregnado del dulce aroma del café recién colado y del cacao tostándose al sol en las naves del siempre alegre don Jandín.
Era un rincón donde el viento susurraba leyendas en clave de bolero, y las paredes de madera guardaban secretos en sus grietas. El repicar de las campanas de la parroquia San Juan Bautista describía a un pueblo de gente noble, de corazones templados por el trabajo y manos que cultivaban sueños con la misma paciencia con que labraban la tierra.
Alguna vez llamado Barbero, su esencia no ha cambiado, aunque su nombre sí.
Pimentel.
Sus calles son testigos de amores eternos, despedidas amargas y risas que se enredan en la brisa como notas de una canción inacabada. Dicen que es un pueblo raro, raro, raro, y quizá sea cierto, porque en su rareza guarda un encanto que pocos pueden entender. Aquí nacen poetas que convierten el aire en versos y músicos que hacen danzar a las estrellas en los acordes de Cinco Esquinas.
Pimentel no es solo un lugar: es una historia viva, una
promesa de eternidad en medio del tiempo. Un refugio donde el ayer nunca se marcha del todo y el mañana siempre llega con la certeza de un nuevo amanecer. Porque a Pimentel, y solo a Pimentel, le fue profetizado que sería tan bonito como una tacita de plata.
Se cuentan historias sobre el tren que alguna vez descansó en la estación del pueblo, con su silbato largo y melancólico que anunciaba su llegada como un viejo amigo que volvía a casa. La estación, aunque modesta, había sido el corazón palpitante del pueblo, testigo de reencuentros emocionados y despedidas silenciosas.
Los niños de antaño corrían fascinados junto a los vagones, soñando con los lugares que aquel gigante de hierro había visitado. Sin embargo, no todos compartían la misma emoción. Para el joven Francisco Reyes, ‘Anchico’, esas historias eran un recuerdo amargo, una cicatriz en su destino. De niño, en un juego imprudente, intentó subirse en marcha y perdió los dedos de su pie derecho bajo las ruedas de acero. Aun así, el pueblo seguía conectado con su pasado a través de esas historias de trenes, entre el polvo de los caminos y los ecos de los rieles olvidados.
Allí, en ese rincón donde el tiempo avanzaba con calma, donde los vecinos se saludaban con una sonrisa y los ancianos contaban historias bajo la sombra de los almendros, Carlos y Elena vivieron un amor que desafió al destino sin temer su respuesta.
El vínculo inquebrantable
Desde la infancia, sus destinos fluyeron juntos, como el río que serpenteaba por las entrañas del pueblo. Crecieron lado a lado, compartiendo travesuras y risas, pero también los primeros secretos susurrados al oído, las lágrimas que la vida les arrancó y los sueños que, sin saberlo, ya se entrelazaban en un mismo anhelo.
Carlos, el mayor de tres hermanos, era un adolescente inquieto y aventurero, de piel bronceada por el sol caribeño y sonrisa fácil. Siempre lideraba las expediciones entre los campos de mango, imaginando que eran tierras desconocidas por conquistar. Trepaba árboles con agilidad envidiable y construía barquitos de madera para dejarlos navegar en las corrientes del río Cuaba.
Elena, en cambio, poseía una dulzura especial. Su cabello negro y abundante enmarcaba su rostro con delicados mechones, y una curiosidad viva brillaba en sus grandes ojos color miel. No era la más rápida ni la más audaz, pero tenía una inteligencia que siempre lo sorprendía. Inventaba historias sobre los pájaros que anidaban en los árboles y pasaba horas observando las nubes, buscando formas en ellas.
Juntos, parecían dos mitades de un mismo mundo.
—¡Carlos, vas a caerte! —gritaba Elena, con las manos en la cintura, mientras él se balanceaba sobre una rama gruesa.
—No te preocupes, solo caeré si yo quiero... —y en ese instante, perdía el equilibrio y caía al suelo con un golpe seco, como el de una guanábana madura.
Elena cerraba los ojos, pero no podía evitar reírse mientras lo ayudaba a levantarse.
—Tú tienes la boca de chivo —decía Carlos, riendo también.
Así fueron sus días: pequeñas aventuras, risas bajo la lluvia, frutas compartidas con las manos pegajosas. Cuando llovía, corrían descalzos, sintiendo el lodo frío entre los dedos. En las tardes calurosas, se refugiaban bajo los mangos.
Por las noches, escuchaban cuentos de don Eladio, el padre de Elena, que hablaba de fantasmas y animales sin cabeza que recorrían el matadero al filo de la medianoche.
—Yo no le tengo miedo a eso —decía Carlos, sacando pecho.
—Claro que sí, me contaste que anoche no dormiste porque escuchaste un ruido en el patio —se burlaba Elena.
Y así creció su amistad, sin saber que aquello que los unía era más que juego o complicidad: era amor disfrazado de infancia.
El descubrimiento del amor
La niñez se deslizó como el agua del Cuaba en temporada seca: casi imperceptible, pero constante. Se llevó la inocencia y dejó en su lugar una vibración silenciosa, un fuego suave que latía en sus cuerpos cada vez que sus miradas se cruzaban sin querer.
A los diecisiete años, Carlos ya no era el niño despreocupado. El trabajo en la tienda de chocolate de su padre había endurecido sus manos y templado su carácter. Sabía usar el machete y el lápiz con la misma precisión. Su sonrisa seguía viva, pero ahora tenía una mirada que provocaba suspiros.
Pero era a Elena a quien buscaba con esa mirada. A Elena, cuyo reflejo encontraba en los vidrios empañados de la panadería. A Elena, cuyo nombre escribía en los sacos de cacao.
Ella también había cambiado. Ya no llevaba trenzas con cintas, sino el cabello suelto, ondulado, bailando con la brisa. Su risa era la misma, pero sus ojos tenían una chispa nueva, que se encendía solo con él.
Fue bajo el viejo árbol de gina, en el barrio Rebelde, donde todo cambió.
Carlos jugueteaba con una rama, nervioso, rompiéndola en trozos que caían como migas de su propio silencio. El calor era espeso, y el aire olía a tierra caliente y jaguas estrelladas. El corazón le retumbaba en el pecho, como si se le hubiera olvidado cómo comportarse estando tan cerca de ella.
—Cuando estoy contigo… hasta la sombra sabe a sol —murmuró, sin mirarla directamente, con la voz un poco más grave de lo habitual.
Elena levantó una ceja, ladeó la cabeza y le sonrió como quien intenta descifrar un acertijo.
—¿Y eso es bueno o es otra de tus frases raras? —preguntó divertida, haciendo girar entre los dedos una flor amarilla que había recogido del suelo.
Carlos la miró entonces, directo a los ojos, como si cada palabra que iba a decir le naciera desde un lugar donde no solía entrar nadie.
—Contigo… hasta lo malo es bueno —dijo, dando un paso más cerca, como si se entregara—. No sé cómo explicarlo, Elena. Siento que cuando estás cerca, todo en el mundo encaja. Como cuando éramos niños y pasábamos horas armando aquel rompecabezas sin saber que nos faltaban piezas… y de repente, tú eras la pieza que faltaba.
Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no era de miedo, ni de frío. Era esa mezcla dulce y punzante que se siente justo antes de algo que cambiará todo.
La flor amarilla se le escurrió de los dedos y cayó al suelo, olvidada.
—Carlos… —susurró, y se detuvo como si sus labios temieran lo que estaba por decir—. Yo siento lo mismo. No lo entendía… pero lo sentía. Cuando te veo, cuando te escucho, cuando me buscas con la mirada aunque estemos entre todos, siento que… que el mundo deja de empujarme. Que estoy en paz.
Él le tomó la mano, por fin, como si hubiese esperado toda su vida por ese momento. Sus dedos temblaban, pero el contacto era firme, decidido. Ninguno de los dos sonreía ya. Solo se miraban.
—¿Tú crees que esto sea amor? —preguntó Carlos, apenas con voz.
—Si no lo es… entonces el amor no puede ser otra cosa —respondió Elena, sin parpadear, dejando que la emoción le subiera hasta los ojos.
Y en ese instante suspendido entre dos respiraciones, mientras el árbol de gina parecía inclinarse levemente sobre ellos y el viento se detenía para no interrumpir, el mundo dejó de ser lo que era y comenzó a ser lo que ellos acababan de nombrar con el corazón.
Fue como si Pimentel entero contuviera el aliento para presenciar el nacimiento de algo frágil y eterno.
La gente del pueblo los veía como la pareja perfecta.
Doña Pindo decía que eran como café y nuez moscada.
Pero el destino, ese bromista cruel que se esconde tras los días soleados y las sonrisas fáciles, ya escribía en secreto una historia diferente para ellos. Una que incluía un adiós pronunciado en voz tan baja que calificaba como susurro.
🎵
Escucha la canción que acompaña este capítulo:
“Enamorados” – Pedro Capó & Thalía
Sigue este enlace o escanea con la cámara de tu teléfono
el siguiente código QR.